La
delicia mayor, pero rara, era caminar por las calles a solas… caminar por las
calles de noche, cuando estaban desiertas, y reflexionar sobre el silencio que
me rodeaba. Millones de personas tumbadas boca arriba, muertas para el mundo,
con las bocas abiertas y emitiendo sólo ronquidos. Caminar por entre la
arquitectura más demencial que jamás se haya inventado, preguntándome por qué y
con qué fin, si todos los días tenía que salir de aquellos cuchitriles
miserables o palacios magníficos un ejército de hombres deseosos de desembuchar
el relato de su miseria. […] Yo conocía a gente bastante para poblar una ciudad
de buen tamaño. ¡Qué ciudad, si se los pudiera reunir a todos juntos!
¿Desearían rascacielos? ¿Museos? ¿Bibliotecas? ¿Construirían también
alcantarillas, puentes, vías férreas y fábricas? ¿Harían las mismas cornisas de
hojalata, todas iguales, una, otra y otra ad infinitum desde Battery Park hasta
Golden Bay? Lo dudo. Sólo el aguijón del hambre podría hacerlos moverse. El
estómago vacío, la mirada feroz en los ojos, el miedo, el miedo a algo peor,
los mantenía en movimiento. Uno tras otro, todos iguales, todos incitados hasta
la desesperación, aguijoneados por el hambre para construir los rascacielos más
altos, los acorazados más temibles, fabricar el mejor acero, el encaje más
fino, la cristalería más delicada. Caminar con O’Rourke y no oír hablar sino de
robos, incendios provocados, violaciones, homicidios, era como oír un pequeño
motivo de una gran sinfonía.
- Henry Miller